CRÓNICA MARATON, POR MAXI JARQUE

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Hace frío en Alcalá. El reloj del coche de Astorga, el amigo de mi primo Miguel que también va a correr el maratón, marca solo cuatro grados. Son las siete y media cuando salimos hacia Madrid. Nos acaban de presentar, no nos conocíamos antes. Por el camino hablamos de la carrera, de qué otro tema podemos hablar. Sí, bueno, podíamos comentar el derby madrileño del día anterior, pero él es del Barça y yo del Valencia, a ninguno nos importa demasiado, yo ni vi el partido. Astorga quiere bajar de las tres horas y media, lo tiene en sus piernas, creo que corrió su última media en 1:28. Yo le he dicho que he tenido problemas de lumbalgia, que vengo corto de preparación y que me asusta un poco el recorrido rompepiernas de la prueba, sobre todo los últimos 8 kilómetros cuesta arriba, cuando las fuerzas ya flaquean. Le he dicho que seguiré al práctico y que, si me veo bien, trataré de recuperar tiempo en la segunda parte de la carrera. Él me ha dicho que es difícil hacer mejor tiempo de la mitad hasta el final, que lo que va por delante eso tengo ganado, y que luego se trata de perder lo menos posible.
Hemos dejado el coche en un parking cerca de El Retiro, para cuando acabemos tenerlo cerca. Ya salimos vestidos de allí, finalmente he optado por dejar la braga y los guantes. Salgo con el equipaje de gala, con la camiseta de tirantes del Casas Bajas, con el pañuelo en la cabeza, a cuerpecito gentil. La salida y la meta no coinciden. Andamos un poco más de un cuarto de hora hacia la salida entre Colón y el Paseo de Recoletos, cuando empieza la Castellana. Lo hacemos a paso ligero. Algunos claros intentan romper el cielo plomizo, parece que no lloverá, pero el aire es fresco. No es un abril primaveral, parece una mañana de invierno. ¡Tantos febreros corriendo en Valencia y hoy parece otro más!
Hay sistema de cajones. Nos han dado el dorsal con fondos de distintos colores en función de la marca que hemos acreditado en la inscripción. Tenemos a la derecha la Biblioteca Nacional (¡qué lujo!). Somos una multitud de atletas entre los del maratón, los de la media y los 10K. Personalmente, no me gusta juntar el mismo día y a la misma hora tres carreras. Hace tres semanas que ha sido la media de Madrid y con seguridad habrán organizado más de un 10K. No veo la necesidad de mezclar tantos atletas. De cara a los medios de comunicación está muy bien decir que van a tomar la salida veinticinco mil personas, que Madrid es la leche, que merece las Olimpiadas (y no lo pongo en duda), pero cuando ves la clasificación te das cuenta de que solo han llegado poco más de diez mil corredores a la meta del maratón. Lejos de la participación en Barcelona. Es curioso la estúpida pugna entre las dos ciudades por ver cuál de las dos la tiene más larga, el empeño que ponen ambas en batirse, en ver cuál tiene el maratón con mayor número de atletas que completan la prueba (que es lo que se computa a la hora de otorgar mayor importancia a un maratón, el número de llegados no el de inscritos).
Han dado la salida con un minuto de retraso. Me he emocionado como siempre. Excepto en el MIM que dejé escapar alguna lágrima en meta, nunca lloro en las llegadas, la emoción me aborda en las salidas, al ver que me encuentro allí después de haber sufrido mucho en los entrenamientos: en días de calor y de frío, a veces bajo la lluvia, otras bajo el sol de poniente, en largos, en series, en simples rodajes, con dolor, con resaca, con pocas ganas… Estar en cualquier salida de una gran carrera me estremece, porque sé lo duro que es llegar allí.
Astorga se ha empeñado en salir al principio conmigo. Hemos perdido tres minutos hasta que hemos pisado la alfombra. Yo le digo que tire, que no puede perder ni un segundo a mi lado si quiere hacer buena marca. Al kilómetro se da cuenta de que no puede ir tan lento y se despide de mí, quedamos en vernos en meta. Miro el reloj (será la única vez que lo mire en toda la carrera), y marca 5:30. Mi ritmo debería de ser de 5:40 para llegar con los de cuatro horas. Decido mantenerme igual para pillar al práctico. Los primeros 5 kilómetros pican hacia arriba, subimos la Castellana, dejamos a la derecha el Santiago Bernabéu y llegamos a la plaza de Castilla. Y allí están las famosas torres KIO tan chulitas y torcidas como el capitalismo que representan. Y con la publicidad de BANKIA, ¡ay que joderse!, con el oso verde de CajaMadrid, vamos no puede ser más alegórico. En el kilómetro 7 alguien que corre por el medio de la calzada decide intentar un triple con una botella de agua medio vacía del primer avituallamiento líquido, y no encuentra la canasta disfrazada de papelera, entre otras cosas porque me roza la nariz. Busco a Kobe Bryant con la mirada asesina, pero mis ojos encuentran a un hombre con un gesto implorante que parece decir: yo-no-he-sido-pero-lo-he-visto-por-poco-te-dejan-como-al-chato-de-Massanassa. Bueno, sin pruebas no hay culpable. Olvido el incidente. A estas alturas ya he deducido que el práctico de las cuatro horas no va por delante, va por detrás. Es entonces cuando tomo una decisión: voy a correr por sensaciones, sin mirar el reloj, sin seguir a ningún grupo, como siempre he hecho, es mi décimo maratón y es muy especial para mí, y se lo voy a dedicar a mi padre. Bueno, no es ningún secreto, todo el mundo que me conoce sabe que mis besos al entrar en meta son para él, pero es que siempre acabo acordándome de él, de mi primer maratón, de los siguientes, de con qué ilusión me esperaba al llegar. Segundas lagrimitas de la mañana.
Una de las cosas negativas de este maratón son algunos baches demasiado grandes en la calzada, si vas despistado te puedes meter una buena. Los demás corredores te avisan igual que te indican cuando viene un bolardo, como se hace en todos los sitios. También hay que tener cuidado porque el carril del bus está delimitado en algunas calles con una vallas de plástico para que ningún vehículo lo invada. Y como hay tanto corredor puede pillarte desprevenido y no verlos. Aprovecho para decir que una de las cosas positivas de estas carreras tan masivas es que nunca te encuentras solo, que siempre estás rodeado de atletas y que la soledad del corredor de fondo brilla por su ausencia. Y es especialmente ventajosa esta situación cuando empieza aparecer ese muro que cada uno se ha ido construyendo ladrillo a ladrillo, gastando sus fuerzas, a veces despilfarrándolas, otras simplemente agotándolas aunque las hayas guardado con cicatería. De todas las maneras tampoco me sentí solo esperando una hora para que nos dejasen entrar para recoger el dorsal y una misérrima bolsa de corredor, o los tres cuartos para recoger un plato de macarrones viudos, un panecillo, un agua y una naranja. Lo mejor de todo fue el chiste, que repetían una y otra vez a alguno de la cola, de un grupo de animación formado por una pareja de novios en zancos, dos o tres tocando tambores y otro disfrazado de una especie de presentador de circo: “Ya no te vuelvo a invitar a una boda, te dije que vinieses informal pero no que vinieses en chándal.”
Bueno, retomando la carrera, se sigue subiendo y bajando, rompiéndote las piernas sin prisa, pero sin pausa. Sobre el kilómetro 13 se sube una especie de puente, o viaducto que no tiene fin. Vas corriendo y ves la marea multicolor a lo lejos que te indica cuánto te queda por sufrir.
Más adelante ya comienzas a meterte en lo más bonito de Madrid, pasas por la calle Fuencarral, Granvía, plaza del Callao (¿aquí no había una woman, dónde estaba la woman del Callao para animarme y lanzarme besos?), la famosa Preciados, Sol, la calle Mayor, Bailén (con la catedral de la Almudena y el Palacio Real, y los japoneses haciéndonos fotos). Debía de tener detrás de mí a los de la Legión echándome el aliento en el cogote, porque los oía cantar canciones que hablaban de paracaidistas que se tiraban desde aviones y que si se les olvidaba el paracaídas pues se daban una hostia. Cantaba uno, los demás repetían el estribillo y los espectadores reían, y algunos atletas parecía que también. Durante algunos kilómetros tuve la sensación de que me iban a engullir, de que iban a pasar por encima de mí sin yo siquiera haberles emplazado con un ¡A mí la Legión! Y comencé a pensar que no vendrían solos que igual estaban con el grupo de las cuatro horas y que si me dejaba atrapar tan pronto, que me iban a caer los minutos como losas. Pero después de tres canciones la Legión enmudeció, no sé si porque perdieron la fuerza cantando o porque se desviaron por una flecha que indicaba por dónde tenían que irse los de la media, separándose de los del maratón o qué sé yo, pero para mí fue un alivio.
Sigues corriendo por Ferraz (no vi la sede del PSOE), y hacia el final de la calle, antes de hacer el giro de ciento ochenta grados en busca del Paseo de Camoens, estaba la pancarta de la mitad de la carrera (que no coincidía con la meta de los de la media, que ya se habían desviado). Pensaba que habría un cronómetro indicando el tiempo, como en otras pruebas, pero como no lo había no quise mirar mi reloj para no agobiarme y seguí corriendo por sensaciones. Y a partir de ahí por la avenida Valladolid y el Paseo de la Florida a buscar la ansiada Casa de Campo nada más rebasar el kilómetro 25.
En la Casa de Campo corres ocho kilómetros, cuatro de ida y otros cuatro de vuelta. Es un paraíso para que los corredores puedan parar a mear en un paraje rodeado de árboles. Es como un paréntesis en la carrera, sales del asfalto y como abducido apareces en plena naturaleza. Se pierde el calor del público que te anima hasta la extenuación cuando estás en plena ciudad, pero es bueno ese contraste, esa entrada en el muro en un ambiente pastoril. Además el recorrido es amable, siempre bajando. El único inconveniente es que en el kilómetro 28, te meten una rampa de más de doscientos metros que parece el clásico muro de esas carreras ciclistas belgas de un día, esas clásicas de primavera, en que parece que te va a atacar de un momento a otro “Purito” Rodríguez o Alejandro Valverde. Y en la Casa de Campo me iba a encontrar a mi amigo Carlos de Casas Bajas, que el día anterior me había recogido y llevado con mi primo, y que me había enseñado lo bonita que era Alcalá, y que me había invitado a una pinta y a una bebida isotónica en aquel bar irlandés, con clientes irlandeses de ojos llorosos que seguían un partido de rugby en el que perdió el equipo al que animaban. Y Carlos con su móvil y sus carreras fue el que me hizo fotos y me fue animando en tres o cuatro puntos diferentes de la Casa de Campo, y por fin, alguien me jaleó por mi nombre y me hizo sentir como en casa.
Y ves a una chica de L’Eliana y le dices que en nuestra tierra todo es más llano, aunque te desdices y le comentas que en su pueblo también se sube y se baja, y te invita en junio a una carrera solidaria contra el cáncer, y luego ves a otra de Silla y a otro de Meliana, de esos que llevan una camiseta naranja con publicidad de un taller mecánico (y te hace replantear la idea de llevar publicidad en tu camiseta del Casas Bajas).

Cuando sales de ese pulmón madrileño y vuelves al asfalto estás en el kilómetro 34 y es ahora cuando de verdad empieza el maratón (una buena idea habría sido poner a uno de los jóvenes grupos de rock que actúan durante el recorrido, en este punto tocando “Another brick in the Wall” de Pink Floyd). Todos los maratonianos saben que puedes correr esta carrera con la sensación de que te llevan en una butaca, que estás que te sales, que parece que nadie pueda contigo. Pero lo que hace épica a esta carrera es el momento en que parece que se te ha acabado la gasolina, que los hidratos se han agotado y el cuerpo tiene que tirar de ese combustible de mala calidad que son las grasas, y que además duele echar mano de esas pocas energías que te quedan. Ahí es el momento de la verdad, es en ese preciso instante donde tiene sentido todo lo que has entrenado, donde tu mente tiene que ordenar a las piernas que no se paren, que den un paso más, donde el calor del público, donde sus gritos de aliento se alojan en tu corazón, donde las manitas de los niños tienen tanto sentido, aunque ya no tengas fuerzas de tocarlas ni de dar las gracias a esa gente que sin conocerte se desgañita, y te hace sentir el único corredor del universo (¡es increíble lo que animan los madrileños). Pero, no te equivoques, ahí, a pesar del gentío, estás completamente solo, y solo vas a tener que llegar a la meta. Y van cayendo los kilómetros más lentos de lo que tú quisieras, y te adelantan, algunos con una insultante rapidez, como si se hubiesen guardado todas sus fuerzas para humillarte, otros simplemente te rebasan a paso crucero, hasta tú vas dejando a cadáveres, muertos vivientes que andan rotos, apretando con una mano la zona lesionada, extenuados de cansancio, cabizbajos, como pidiendo perdón, como si fueran unos criminales camino del destierro. Y yo mentalmente, como siempre, me imagino por la ribera del Turia, entrenando (ahora estoy en Ademuz, ahora en Casas Altas, ahora en los manzanos de mi hermana, en el puente de Casas Bajas…), y recuerdo la cara sonriente de mi padre y le pido que me dé fuerza, y pienso en mis hijos, y aprieto los dientes.
Y subes, y no dejas de subir, y las calles con nombres bonitos (Paseo de las Acacias), las que dan nombre a estaciones (Atocha) las que te recuerdan de dónde vienes (Ronda de Valencia) o las de nombres reales (Alfonso XII), parecen que no tienen fin, que nunca te van a dejar ver la Puerta de Alcalá, pero cuando llegas al kilómetro 41, ahí está, ahí está. Y giras a la derecha y sigues subiendo por la calle de Alcalá, por dónde iba a ser, y esta vez sin la falda almidonada, y tienes El Retiro a tu ladito (El Parque del Buen Retiro, se llama), y ves varias puertas, y te gustaría meterte por cualquiera de ellas, para atajar, para llegar a meta cuanto antes, pero no, no te van a dejar pasar hasta que no llegues a la última entrada antes de girar a la derecha, y ahora sí, ya dentro del parque la gente está enloquecida, qué preciosidad de línea de meta, con la gente abarrotando las vallas, con el kilómetro 42, y con los 195 metros más largos que he visto en mi vida, y tengo que tirar el gel que cogí en el 28, sabiendo que no me lo iba a tomar, porque necesito todos los dedos de mis dos manos para señalar mis diez maratones. Esas manos heladas por el frío. Y cuando veo el crono, esos 3:47 que avanzan inexorablemente hacia el 3:48, acelero y sonrío, porque tengo un margen de tres minutos de tiempo real y quiero bajar de 3:45, y me sobran ocho segundos. Y para entonces ya he lanzado besos al cielo, a ese cielo de Madrid que no quiso aguarme la fiesta.
EPÍLOGO
Estoy en Alcalá, me he duchado y me voy de tapas al Indalo con mi primo Miguel. Hago la maleta porque directamente desde el bar me llevará a la estación, camino de Valencia. Separo la ropa sucia. Quito los imperdibles, no sé qué hacer con el dorsal, ¡tengo tantos guardados!, me fijo en el número: 3971. Sonrío, mi padre nació en el 39 y se murió con 71 años. Este me lo guardo.

Aquí os proporciono algunos blogs que considero interesantes:

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http://www.sportprotube.com/
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